No
hay cómo vivir para Dios en nuestra carne, porque en ella no mora bien alguno.
Querer hacer el bien puede estar en el hombre, pero no el hacerlo, a causa del
pecado que lo habita (Rom. 7:18-20). La caída del hombre en el Edén fue total.
El hombre está muerto en delitos y pecados (Ef. 2:1). En la carne, nadie puede
agradar a Dios (Rom. 8:8).
La
carne no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede hacerlo (Rom. 8:3-7).
Todos los que estaban bajo la ley, estaban bajo el dominio del pecado. Nuestra
naturaleza adánica, la fábrica de pecados, fue destruida completamente en la
cruz. Jesús en su muerte y resurrección nos libró del pecado y con su sangre
nos perdonó de todos nuestros pecados. Ahora somos de Cristo, y ya no podemos
andar según la carne.
La
carne lucha contra el Espíritu y por esto sólo hay un remedio para ella: la
cruz. Si no somos de Cristo, es imposible que esto sea efectivo. Es necesario
que seamos llenos de Cristo, revestidos de él, y libres de las pasiones y
concupiscencias de la carne, para que vivamos en novedad de vida: "Vestíos
del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne" (Rom.
13:14).
Pelear
contra la carne para agradar a Dios es deshacer la obra de la gracia, es hacer
vana la cruz de Cristo. Jesús era el único que podía hacer esa obra de poder.
Él nos tomó como hombres pecadores, bajo la esclavitud del pecado, y nos
libertó (Juan 8.36). Ahora nos puede presentar santos, sin mancha e
irreprensibles delante de Dios (Col. 1:21-22).
Ya
no somos esclavos. Fuimos libertados para vivir en santidad y justicia todos
los días de nuestra vida. Somos libres por Cristo, pero no debemos dar ocasión
a la carne. Somos libres, pero no podemos ignorar el peso y el pecado que nos
asedia (Heb. 12:1).
Ahora
estamos en Cristo, en su Espíritu (Rom. 8:9), por tanto, somos deudores al
Espíritu, no para que andemos según la carne (Rom. 8:12-15). Jesús dijo que en
la vida cristiana la carne para nada aprovecha, sino sólo lo que viene del
Espíritu (Juan 6:63).
Él
logró grandes cosas para nosotros. Debemos avanzar hacia la meta, y asir
aquello por lo cual también fuimos asidos por Cristo (Flp. 3:12-13) Aún no
somos perfectos, pero debemos correr, como un buen atleta, hacia la perfección.
No impidamos que su obra de poder se complete en nosotros.
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